Con la llegada del siglo XVI, las ciudades cobran distintos aspectos. La nobleza se hace ciudadana y destina sus residencias campestres exclusivamente para recreo y uso vacacional, establece sus moradas en la ciudad y el resultado de ello será la construcción de palacios y mansiones aristocráticas, convirtiéndose así la vivienda señorial en la construcción por excelencia en los núcleos de población.
Estos palacios tenían en común la necesidad de abrirse a la ciudad. Ya no son residencias como en épocas medievales, no necesitan habitáculos cerrados y protegidos sino que gustan de mostrarse en toda su grandeza. Tal apertura se materializa en unas fachadas donde abundan las ventanas, balcones y balconadas, grandes vanos a través de los cuales se pueden vivir los eventos del exterior, estar presente y al mismo tiempo alejado de la urbe.
Todos estos vanos precisan de una protección: si se encuentran a escasa altura deberán aislarse para evitar entradas “no deseadas” y si se sitúan en pisos superiores deberán disponer de antepechos, pretiles o parapetos para evitar posibles caídas. Tales protecciones se llevaron a cabo por medio de trabajos de forja: rejas para las ventanas inferiores y balconajes para los vanos superiores. Tenemos nuevamente la obra férrica, ahora en la ciudad del siglo XVI. Estas rejas y balconadas eran de “hierro dulce”.
Las rejas embellecen la fachada y enriquecen la estética general de la ciudad. La rejería arquitectónica del barroco presenta dos etapas: una abarca el siglo XVII completando la arquitectura del austero barroco de los Austrias y otra, en el siglo XVIII, formando parte de la arquitectura ostentosa de los Borbones. La primera etapa se caracteriza por su sobriedad y la segunda por su recargamiento.
Los trabajos metalisteros en el siglo XVII supusieron una etapa de decadencia que se acusó también en el campo de la rejería arquitectónica. La producción rejera más austera fue la derivada del modelo Herreriano, que hizo que la forja monumental se simplificase. Tal decadencia y austeridad rejera lógicamente también se reflejó en Madrid.
Las ferrerías estaban mayormente establecidas en el norte, el material era traído desde Vascongadas. Concretamente desde Legazpi salió una considerable y buena producción. Estas obras de gran sobriedad van acompañadas por pilares de piedra y ornatos en los remates de sus barrotes, sobretodo en forma de lanza o de flecha.
En Madrid se conserva un buen ejemplo: la “reja-muro” del monasterio de la Encarnación, cerrando el patio tras el que se levanta la fachada realizada por Gómez de Mora. La reja se extiende a lo largo de cinco lienzos, separados por pilastras y con una puerta en el lienzo central a dos batientes. Las formas abalaustradas de sus barrotes son torneadas y rematadas en flecha.
Otro tipo de creación rejera propio del siglo XVII fue la “reja-puerta” cerrando grandes portones de medio punto a dos batientes y con un montante semicircular de barrotaje radial. La Colegiata de San Isidro conserva todavía una de estas grandes “rejas-puertas” ejecutada en los talleres metalisteros madrileños en los años del reinado de Felipe IV.
Una tercera producción de forja en este siglo fue la de los balconajes, que se ubicaron en las fachadas de palacios y mansiones nobiliarias. Pocos se conservan en Madrid dada la destrucción de tantas mansiones señoriales, pero algunos iremos viendo.