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9 de enero de 2017

El Senado


                                                        1865 foto: Jean Laurent

En el solar donde se hallaba el antiguo convento de religiosos agustinos calzados fundado en 1590 por la hija de Álvaro de Córdoba, caballerizo mayor de Felipe II, María de Córdoba y Aragón (1539-1593), se levantó una pequeña iglesia y un colegio a los que pronto siguió un nuevo templo cuya traza fue atribuida al hijo del Greco, Jorge Manuel Theotocópuli (1578-1631). Las obras de la nueva iglesia terminaron en 1599, cuyo retablo mayor contenía una anunciación que pintó el Greco. En 1814 se hizo una gran reforma al edificio para convertirlo en el salón de las Cortes Generales del Reino y tras unos años, bajo el reinado de Fernando VII, volvió a dedicarse al culto.

Finalmente entre 1820 y 1823 se convirtió definitivamente en el palacio del Senado. Durante la segunda mitad del siglo XIX el arquitecto Aníbal Álvarez Bouquel (1806-1870) acometió otra reforma que consistió en crear una puerta monumental con tres accesos y que recordaba los arcos triunfales erigidos en la Roma clásica. Colocó capiteles con guirnaldas, un escudo y la cartela del Senado en la parte superior y creó un salón de sesiones con columnas de orden jónico. Unos años después el arquitecto cántabro Jerónimo de la Gándara (1825-1877) remató la entrada principal con un frontón y modificó parte de la fachada con molduras sobre puertas y ventanas.

En 1879 el arquitecto toledano Agustín Ortiz de Villajos (1829- 1902), realizó la fachada lateral de la calle del Reloj. En 1882 se colocó en la biblioteca una estructura metálica, a modo de estantería, de hierro dulce con elementos góticos realizada por Bernardo Asíns y Serralta. Los motivos del techo fueron pintados por Vicente del Río, se colgó una lámpara que había pertenecido al marqués de Salamanca, en el suelo una gran alfombra de la Real Fábrica de Tapices y decorando sus paredes una colección de pinturas del siglo XIX de tema histórico. En 1901 la plaza de la Marina Española quedó presidida por una estatua de 16 metros de altura en memoria de Antonio Cánovas del Castillo, realizada por el escultor sevillano Joaquín Bilbao Martínez (1864-1934) y el arquitecto barcelonés José Grases Riera (1850-1919).

M@driz hacia arriba©2006-2016 | Manuel Romo

12 de julio de 2012

La rejería renacentista en Madrid


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Con la llegada del siglo XVI, las ciudades cobran distintos aspectos. La nobleza se hace ciudadana y destina sus residencias campestres exclusivamente para recreo y uso vacacional, establece sus moradas en la ciudad y el resultado de ello será la construcción de palacios y mansiones aristocráticas, convirtiéndose así la vivienda señorial en la construcción por excelencia en los núcleos de población. 

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Estos palacios tenían en común la necesidad de abrirse a la ciudad. Ya no son residencias como en épocas medievales, no necesitan habitáculos cerrados y protegidos sino que gustan de mostrarse en toda su grandeza. Tal apertura se materializa en unas fachadas donde abundan las ventanas, balcones y balconadas, grandes vanos a través de los cuales se pueden vivir los eventos del exterior, estar presente y al mismo tiempo alejado de la urbe. 

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Todos estos vanos precisan de una protección: si se encuentran a escasa altura deberán aislarse para evitar entradas “no deseadas” y si se sitúan en pisos superiores deberán disponer de antepechos, pretiles o parapetos para evitar posibles caídas. Tales protecciones se llevaron a cabo por medio de trabajos de forja: rejas para las ventanas inferiores y balconajes para los vanos superiores. Tenemos nuevamente la obra férrica, ahora en la ciudad del siglo XVI. Estas rejas y balconadas eran de “hierro dulce”. 

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Las rejas embellecen la fachada y enriquecen la estética general de la ciudad. La rejería arquitectónica del barroco presenta dos etapas: una abarca el siglo XVII completando la arquitectura del austero barroco de los Austrias y otra, en el siglo XVIII, formando parte de la arquitectura ostentosa de los Borbones. La primera etapa se caracteriza por su sobriedad y la segunda por su recargamiento. 

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Los trabajos metalisteros en el siglo XVII supusieron una etapa de decadencia que se acusó también en el campo de la rejería arquitectónica. La producción rejera más austera fue la derivada del modelo Herreriano, que hizo que la forja monumental se simplificase. Tal decadencia y austeridad rejera lógicamente también se reflejó en Madrid. 


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Las ferrerías estaban mayormente establecidas en el norte, el material era traído desde Vascongadas. Concretamente desde Legazpi salió una considerable y buena producción. Estas obras de gran sobriedad van acompañadas por pilares de piedra y ornatos en los remates de sus barrotes, sobretodo en forma de lanza o de flecha. 

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En Madrid se conserva un buen ejemplo: la “reja-muro” del monasterio de la Encarnación, cerrando el patio tras el que se levanta la fachada realizada por Gómez de Mora. La reja se extiende a lo largo de cinco lienzos, separados por pilastras y con una puerta en el lienzo central a dos batientes. Las formas abalaustradas de sus barrotes son torneadas y rematadas en flecha. 

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Otro tipo de creación rejera propio del siglo XVII fue la “reja-puerta” cerrando grandes portones de medio punto a dos batientes y con un montante semicircular de barrotaje radial. La Colegiata de San Isidro conserva todavía una de estas grandes “rejas-puertas” ejecutada en los talleres metalisteros madrileños en los años del reinado de Felipe IV. 



Una tercera producción de forja en este siglo fue la de los balconajes, que se ubicaron en las fachadas de palacios y mansiones nobiliarias. Pocos se conservan en Madrid dada la destrucción de tantas mansiones señoriales, pero algunos iremos viendo. 


M@driz hacia arriba©2006 | Manuel Romo